Volvía la Virgen de El Quinche de la Capital, a su santuario, al pasar junto a un barranco, donde hacía tiempo pasaba la vida una pobre india leprosa, arrojada del seno de la familia y privada de todo consuelo humano. Entendiendo la infeliz que pasaba la Santísima Virgen, empezó a clamarle con gran fervor, rogándola se compadeciera de su estado tan lastimero. Oyóla la piadosa Virgen, y en ese punto quedó la india repentinamente libre de la lepra, siendo testigos del prodigio todos los que conducían la Sangrada Efigie, y después todos los que habían conocido a la leprosa por tantos años a la que vieron luego tan dichosamente curada.
Una pareja y su hijo habían ido en cierta ocasión en romería al Quinche. Después de haber honrado a la Santísima Virgen con la visita y otros actos de devoción, quisieron recorrer los huertos y el caserío, y andando en esta excursión fueron a dar junto a una acequia llamada Patalarca, cuyas aguas dan impulso a un molino situado junto a la población. Tranquilos contemplaban aquel sencillo y campestre panorama, cuando de repente el pequeñuelo que jugaba a su lado, resbala en la húmeda hierba, cae en el canal, y en un abrir y cerrar de ojos desciende al cárcavo, y es lanzado por entre las aspas de la rueda del molino. Los afligidos padres dando gritos de terror imploran el auxilio soberano de María para que haciendo uso de su poder se dignase conservar la vida del niño.
Después aparece el niño del otro lado del molino, luchando con las aguas, pero sin lesión alguna.